
Mientras un niño juega crea una realidad en la que esta dispuesto a creer. Esto lo habilita para las formas adultas de la autodeterminación y el manejo resolutivo de situaciones. Además, jugando, el cachorro de hombre puede, posee, dispone y disfruta lo que en la realidad infantil acaso fundamentalmente solo ataca y padece.
Con todo, jugar es para un niño mucho más que jugar. Es probar, es aprender, es resolver. Jugar es un modo, simbólico por definición y esencia, de crecer; esto es, complejizar estructuras y rever conflictos vinculares fundantes.
Cuando una necesidad, en términos de Salud Mental, como el juego, se convierte en patrimonio de algunos y no en el recurso natural y evolutivo de todos los infantes; se plantan bases firmes para personalidades inconclusas, es decir, con sectores no elaborados que en estado no conciente siempre pesan, siempre duelen como heridas sin proceso de cicatrización posible, en aquellos “sin tiempo para jugar”. Son éstas las formas del resentimiento. Y son múltiples sus modos, sus manifestaciones. Las conductas delatoras podrán ser más o menos agresivas hacia el otro vincular, o en absoluto, al punto de expresar sujetos retraídos, indefensos, entregados para siempre.
El hurto social de la infancia
Cuando se entregó la infancia es difícil escapar a la cadena repetitiva de conductas intempestivas, ineficazmente reivindicatorias estableciendo vínculos que vulnerabilicen siempre a alguien; al yo, al otro…..Pero también con el hurto social de la infancia se llevan motivacines individuales indispensables.
Cuando se entregó la infancia puede entregárselo todo. Cuando se hurtó la infancia puede robarse todo.
Cuando un niño trabaja es puesto violentamente siempre, -aunque no medie violencia real, evidente- en un universo que lo excede. El mundo adulto. Es como un niño puesto en un traje de hombre. Pierde movimientos espontáneos y gracilidad. El arrebato adultomorfizante lo convierte en la patética caricatura social de un hombre.
Intentos reivindicatorios
En la psiquis debe estructurarse una instancia rectora (exigencia interna) que, mediatizada por el yo en su relación con otras instancias (deseante y de exigencia externa), sopese en el resultado conductual jugado por el sujeto en el mundo externo.
Tal instancia reconoce su matriz en las exigencias sufridas como infante inmerso en un mundo legalizado por adultos. Más cuando tales exigencias son usurpadoras respecto de mecanismos elaborativos como el juego, cuando le quitan tiempo, energías y valor; generan intentos reivindicatorios disfuncionales en lo social (conductas violentas respecto del mundo externo), en lo narcisístico (conductas autodestructivas, evasivas) o condenan a la entrega personal compulsiva manifestada como una sumisión que siempre vuelve a vulnerabilizar. Todos los sujetos ubicados en estas filas serían portadores de niños para los cuales, quizás, jugar fue un privilegio que no les correspondió y trabajar fue una obligación adulta que, al abarcarlos, los desconoció y los vulneró para siempre.
Lic. Raúl Pussetto
Nota originalmente publicada en la tercera edición de "QUIJOTADA, La Revista".